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¿Puede el poder judicial resistir las injerencias políticas?
Cuando la justicia se doblega: el sistema convierte a los médicos en chivos expiatorios
Con la inauguración del año judicial y el nuevo presidente del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), el debate sobre la independencia de la Justicia cobra renovada actualidad. La advertencia, en la que se afirmaba que «ningún poder del Estado puede dar instrucciones», es toda una declaración de intenciones en un momento en el que el poder judicial parece cada vez más sometido a presiones políticas. Esta situación está preocupantemente relacionada con las condenas a médicos que, siguiendo la normativa vigente sobre exención del uso de mascarillas, han sido sancionados por cumplir con lo legalmente establecido. Las decisiones judiciales que ignoraron la legislación sanitaria y el contexto médico durante la pandemia han puesto en entredicho la independencia de la justicia, y han abierto la puerta a una reflexión crítica sobre su papel en la defensa de los derechos fundamentales y la verdad material.
España y la resistencia al abuso normativo
La era Covid afectó los sistemas sanitarios, las estructuras socioeconómicas globales, y también puso a prueba los cimientos mismos de nuestros sistemas judiciales, desvelando las profundas contradicciones y los oscuros entrelazamientos entre la política, la legislación y los derechos fundamentales. El caso de la Ley de Salud de Galicia, y su intento de imponer la vacunación obligatoria, expone precisamente la fragilidad del equilibrio entre la protección de la salud pública y la preservación de las libertades individuales. En pleno confinamiento nos manifestamos en Barcelona, en Santiago de Compostela, en Madrid para que no se aprobara esta Reforma de la Ley de Salud de Galicia que en su art. 38, establecía el sometimiento a la vacunación, el sometimiento a tratamientos, el sometimiento de contactos con enfermos a cuarentenas obligatorios en el domicilio o en otro lugar, lo que generaba tal desconfianza en que pudieran ser sometidos a tratamientos o trasladados a otro lugar, que la gente pasó a ser denominada la Ley Auswitz, en alusión a los campos donde se confinaba a personas por la fuerza y se las sometió a tratamientos médicos sin su consentimiento. Finalmente, la Ley se aprobó con todas esas prerrogativas.
El Tribunal Constitucional, en un acto de sublime burocracia, decidió admitir a trámite el recurso de inconstitucionalidad número 1975-2021 contra el apartado 5 del artículo único de la Ley 8/2021 de la Comunidad Autónoma de Galicia, muy probablemente de diseño de ingeniería social. No es que la ley fuera una obra maestra de la legislación moderna, pero por si acaso alguien estaba pensando que la vacunación obligatoria era una idea brillante, el Presidente del Gobierno intervino, como el héroe que ni el Presidente de Galicia, ni nadie pidió, invocando el omnipotente artículo 161.2 de la Constitución, y el artículo impugnado quedó suspendido a partir del 6 de abril de 2021.
(Recurso de inconstitucionalidad n.º 1975-2021, contra el apartado 5 del artículo único de la Ley de la Comunidad Autónoma de Galicia 8/2021, de 25 de febrero, de modificación de la Ley 8/2008, de 10 de julio, de salud de Galicia, en cuanto la nueva redacción al artículo 38.2 de la ley modificada).
En este escenario distópico, el Tribunal Constitucional español actuó como barrera contra la tentación autoritaria, suspendiendo el artículo que permitía la vacunación obligatoria en Galicia. La ley reformada, que preveía multas de hasta 60.000 euros para quienes se negaran a vacunarse sin justificación, fue considerada una invasión de competencias. Según el Tribunal Constitucional, una intervención de este tipo en los derechos fundamentales solo podía regularse mediante una Ley Orgánica, de carácter estatal, y no a través de la legislación autonómica. Es precisamente en este espacio judicial donde se revela el carácter tragicómico de la política contemporánea: una vez más, los gobiernos autonómico y central se enfrentan no por la protección de los derechos fundamentales de la población, sino por el control del poder. El fallo, además de ser un acto de corrección jurídica, debe reconocerse necesariamente que presupone que la propaganda del miedo pandémico no puede ser la excusa para pisotear libertades básicas. Galicia adoptó políticas draconianas, enmascaradas en un paternalismo que ocultaba sus verdaderas motivaciones.
Hechos como éste demuestran que la era Covid fue una emergencia sanitaria declarada por la OMS, y prácticamente en mayor medida una crisis de gobernabilidad en toda regla, en la que se impusieron medidas coercitivas sin el debido respeto a las libertades fundamentales. El caso de Galicia no fue una anomalía, sino que formó parte de una tendencia global en la que se sacrificaron los derechos individuales en aras de una supuesta seguridad pública, sin que se produjera un verdadero debate sobre los límites éticos de tales decisiones.
El poder judicial, en teoría guardián de la democracia y los derechos fundamentales, se enfrentaba a su mayor prueba. Sin embargo, los veredictos judiciales en los distintos países no siempre fueron unánimes. En España, el poder judicial anuló varias restricciones arbitrarias impuestas durante la pandemia, como el bloqueo total, demostrando que las medidas deben ser proporcionadas, transparentes y debatidas públicamente. Sin embargo, la sombra de la influencia política aún planea: ¿cuántas de estas decisiones fueron realmente independientes y cuántas fueron producto de la presión política y social?
Las instituciones judiciales deberían ser un bastión de neutralidad, pero la creciente politización de la justicia plantea inquietantes interrogantes sobre su capacidad para defender los principios democráticos en tiempos de crisis. El caso de Galicia es únicamente un ejemplo de cómo la política se infiltra en decisiones que afectan a la vida de millones de personas, difuminando los límites entre lo que es ético y lo que es expeditivo. En un mundo cada vez más dominado por el alarmismo y las soluciones simplistas, es más urgente que nunca proteger la independencia judicial y garantizar que las leyes no se conviertan en herramientas de control, sino en garantías de libertad.
La propensión de los gobiernos es traspasar los límites éticos bajo la justificación de la emergencia sanitaria y la nuestra es la necesidad urgente de proteger los derechos fundamentales frente a las políticas del miedo.
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En Alemania, el tribunal de Osnabrück, tras la presentación a los medios de comunicación por parte de la periodista Aya Velázquez de las actas completas del contenido de los «archivos RKI» (documentos internos del Instituto Robert Koch, que revelan importantes discrepancias con las versiones oficiales, entre ellas la escasa eficacia preventiva de las vacunas para frenar la propagación del Covid), ha puesto en tela de juicio la legitimidad constitucional de la vacunación obligatoria en Alemania, especialmente en sectores clave como la sanidad. Uno de los casos más notables es el de una enfermera que decidió resistirse a esta imposición, lo que llevó al tribunal a revisar la normativa aplicada durante la pandemia, poniendo en tela de juicio la legitimidad constitucional de tales mandatos. Este desafío judicial plantea un problema ético fundamental: si la verdad científica fue, como sugieren los expedientes del RKI, manipulada para adaptarse a objetivos políticos, ¿cómo puede el poder judicial, cuya tarea es determinar la «verdad material», cumplir con su deber? ¿Qué sentido tiene una justicia incapaz de distinguir entre hechos y ficciones construidas por intereses políticos?
Esta contienda surge tras la publicación de los archivos del RKI, y pone de manifiesto que muchas de las decisiones tomadas no respondían únicamente a criterios científicos, sino que estaban impulsadas por la voluntad política del gobierno alemán. El caso de Osnabrück pone en cuestión la base científica detrás de la vacunación obligatoria, señalando que, si las políticas se sustentan más en objetivos políticos que en evidencias claras de beneficio, es dudosa.
Aunque la vacunación obligatoria fue defendida anteriormente por el Tribunal Constitucional alemán, sobre todo en el ámbito del personal sanitario para proteger a los grupos vulnerables, esta nueva revisión se produce en un contexto diferente, en el que se está examinando la validez de los datos científicos utilizados en su momento. El tribunal de Karlsruhe había argumentado que la protección de las personas vulnerables era más prioritaria que los derechos individuales de quienes se oponen a la vacunación. Sin embargo, nuevos hallazgos del RKI y declaraciones del propio presidente del instituto han puesto en duda la fiabilidad de estos argumentos, abriendo un nuevo capítulo en el debate judicial sobre las medidas covid en Alemania.
La evolución de este caso puede tener importantes repercusiones no sólo en la política de salud pública alemana, sino también en la forma en que los tribunales europeos evalúan la legitimidad de las intervenciones estatales en situaciones de emergencia sanitaria. Como mínimo, deja clara la importancia de garantizar que las decisiones en tiempos de crisis se basen en datos científicos transparentes y no en estrategias políticas que puedan menoscabar los derechos fundamentales.
La era covid abrió las puertas a una implosión en los mecanismos judiciales y políticos de muchos países. Las medidas de emergencia adoptadas durante esos años se posicionaron en la delgada línea que separa la protección colectiva de las libertades individuales. Hoy, cuando los miedos y la incertidumbre comienzan a disiparse entre el público general, queda un espectro desconcertante: el poder judicial, ese supuestamente imparcial árbitro de la verdad, falló en muchos casos en cumplir su mandato de investigar la verdad material. Este fracaso no es solo técnico, sino profundamente moral, y debe ser examinado sin indulgencias ni pretextos.
El mito del progreso científico y el secuestro de la verdad judicial
El escándalo de los «expedientes RKI» (Instituto Robert Koch), que ha sacudido Alemania, es un ejemplo condenatorio de cómo las decisiones sobre las medidas de vacunación no siempre se tomaron basándose en la ciencia. En estos documentos se ha revelado que las medidas adoptadas no se basaban en pruebas concluyentes sobre la eficacia preventiva de la vacuna contra la infección vírica, sino en la conveniencia política del momento. Cuando Lothar Wieler, presidente del RKI, admitió que las declaraciones públicas de la institución obedecían más a la voluntad gubernamental que a hechos científicos innegables, el velo del discurso oficial se desvaneció.
En España el 30 de julio de 2020, se reconoció oficialmente que no existía un comité de expertos que guiara las medidas de desescalada del covid. Este reconocimiento se hizo a través de una respuesta del Ministerio de Sanidad al Defensor del Pueblo. El Gobierno había afirmado en repetidas ocasiones que las decisiones de desescalada se basaban en el asesoramiento de expertos, pero nunca se revelaron los nombres de estos expertos. Finalmente se aclaró que no existía tal comité. La ciencia, de esos expertos inexistentes, no era más que un vehículo para la aplicación de los dogmas de una pandemia ensayada (event 201).
La verdad como construcción política
Es en estos tiempos de crisis cuando se revela una de las mayores paradojas de la justicia moderna: la verdad no es absoluta, sino que parece estar a merced de la maquinaria política. Los tribunales, que deberían ser los guardianes de la objetividad, no han cuestionado adecuadamente en muchos casos la legitimidad de las medidas sanitarias adoptadas. En lugar de investigar a fondo, en lugar de exigir pruebas concluyentes sobre la necesidad y eficacia de tales decisiones, muchos tribunales optaron por proteger el statu quo, confundiendo obediencia con justicia.
El poder judicial, más que nunca, está llamado a ser el último refugio de la razón y la libertad. No se trata sólo de aplicar las leyes, sino de garantizar que esas leyes no traicionen los principios democráticos.
El nuevo dogma de la salud pública
La vacunación obligatoria que querían imponer, y que fue obligatoria en otros países así como las medidas restrictivas impuestas sin una base científica clara, reflejan un nuevo tipo de adoctrinamiento social. Las políticas de salud, que antes se consideraba un ámbito técnico y profesional, la medicina y la salud pública, han sido transformadas en un campo de batalla ideológico.
Este fenómeno no es nuevo. En la historia, las crisis han servido como excusa para la imposición de medidas autoritarias. Las "políticas del miedo" se justifican en la urgencia del momento, mientras que los derechos individuales se sacrifican en aras del bienestar colectivo. Sin embargo, la diferencia clave radica en que en el pasado, las emergencias terminaban; en el presente, las emergencias pandémicas son estiradas hasta convertirse en un estado permanente de emergencia. Así, lo que empezó como una medida temporal se ha institucionalizado como norma.
El deber inalienable de investigar la verdad
El poder judicial tiene, o debería tener, una función mucho más noble. Su verdadero deber es investigar y determinar la verdad material. En la era Covid, muchos tribunales, enfrentados a un aluvión de información sesgada y presiones políticas, han demostrado no haber cumplido este sagrado mandato. Las decisiones sobre vacunación, y sobre restricciones a la libertad personal, no siempre se tomaron basándose en hechos sólidos, sino en construcciones políticas diseñadas para controlar a la población.
La injusticia en los juicios por certificados de exención de mascarillas: un atropello a los derechos humanos
Uno de los mayores problemas surgió en el ámbito de la justicia, cuando se empezó a condenar a médicos por expedir certificados de exención de máscara. Lo peor de todo es que en muchos casos las sentencias no tenían en cuenta la normativa legal vigente, lo que no sólo es injusto, sino que plantea serias dudas sobre la imparcialidad e integridad del sistema judicial.
Al dictar estas sentencias, la justicia ignoró disposiciones fundamentales como la Orden SND/422/2020 y el Real Decreto 286/2022, que establecían claramente exenciones al uso de mascarillas. Estas normativas permitían a las personas con graves dificultades respiratorias, como asma grave o EPOC, prescindir del uso obligatorio de mascarillas. Sin embargo, en los tribunales se ignoraron estos hechos y se trató como delincuentes a los médicos que cumplían la ley emitiendo exenciones.
La normativa no sólo permitía, sino que obligaba a los médicos a contemplar exenciones en situaciones específicas. ¿Por qué entonces se castigó a mis compañeros médicos por hacer exactamente lo que estipulaba la ley? Tales acciones legales desacreditan el papel de los tribunales, y también representan un ataque directo a los derechos humanos de estos médicos y de los pacientes que confiaron en ellos.
El dilema de la telemedicina: ¿negar al paciente para evitar la cárcel?
El Consejo General de Colegios Médicos de España emitió en junio de 2020 un comunicado en el que reconocía la telemedicina como una modalidad válida de consulta, debido a las circunstancias excepcionales de la declaración de pandemia por parte de la OMS.
Ante este escenario, surge una pregunta inquietante: ¿qué debían hacer los médicos que atendían consultas telemáticas cuando los pacientes relataban dificultades respiratorias con el uso de mascarillas? ¿Negarles la presunción de verdad para evitar ser encarcelados? ¿Debían decirles "usted no tiene nada", aun cuando la normativa permitía exenciones en esos casos?
Estamos hablando de un sistema que, aparentemente, penalizó a los médicos por creer en la palabra de sus pacientes. La presunción de verdad, un principio fundamental en la relación médico-paciente, fue completamente desechada. Lo que se esperaba de estos profesionales era que desestimaran los relatos de sus pacientes, por miedo a represalias judiciales. Esta situación raya en lo absurdo, y plantea una grave violación de los derechos tanto de médicos como de pacientes.
¿Palizas o justicia? el castigo para los pacientes con afecciones respiratorias
El panorama era aún más oscuro para los pacientes con enfermedades respiratorias crónicas. ¿Debían resignarse a ser maltratados o detenidos arbitrariamente por no usar mascarilla, aunque la ley los eximiera de ello? Los relatos de abuso por parte de las fuerzas del orden hacia personas que no usaban mascarillas, a pesar de tener razones médicas justificadas, no son infrecuentes.
Este escenario plantea una pregunta crucial: ¿la justicia está realmente sirviendo a los ciudadanos o está actuando como un brazo represivo del Estado? Los médicos que emitían certificados de exención lo hacían para proteger a sus pacientes, tal como lo indicaba la ley. Sin embargo, fueron criminalizados por ello, lo que representa un ataque directo a los derechos humanos.
El delito de hacer el bien: médicos condenados por seguir la ley
Ahí está el caso del Dr. Manuel Jesús Rodríguez, un patólogo forense con más de 25 años de experiencia que lleva encarcelado desde el 13 de junio de 2024; emitió certificados de exención. Rodríguez ha sido uno de los críticos más duros de la gestión gubernamental de la pandemia. Muchos perciben su condena como una represalia por sus denuncias de «protocolos genocidas» en hospitales y residencias de ancianos. Este caso ha puesto de relieve cómo puede utilizarse la maquinaria judicial para castigar a quienes se oponen a los intereses del Estado. En muchos de estos casos, la condena de los médicos no ha sido por actuar al margen de la ley, sino por cumplirla al pie de la letra. Se les acusó de falsedad en documento público, cuando lo que hicieron fue aplicar la normativa vigente, autorizada explícitamente por el Consejo General de Colegios Médicos. Este tipo de condenas son un improperio del poder judicial, y pueden calificarse sin duda como una forma de prevaricación.
La justicia no puede, ni debe, funcionar bajo parámetros políticos. Sin embargo, estos juicios sugieren una preocupante politización del sistema judicial, que, en lugar de proteger los derechos de los ciudadanos, ha actuado en muchos casos como una herramienta de represión. Los médicos no debemos ser castigados por hacer nuestro trabajo y por cumplir lo que nos dicen las normas.
Lo que hemos visto durante la era covid es una crisis de justicia. El poder judicial, en lugar de cumplir con su deber de investigar la verdad material, ha optado por subordinarse a la narrativa política dominante. Médicos que actuaron de acuerdo con la ley fueron encarcelados, y los pacientes que confiaban en ellos quedaron indefensos.
¿El sistema judicial va rendir cuentas? La condena de médicos por emitir certificados de exención de mascarillas, siguiendo la normativa vigente, es un atropello a los derechos humanos y una violación flagrante de la libertad de tratamiento. La justicia, en estos casos, no ha sido ciega: ha sido deliberadamente manipulada. Y eso es algo que no puede ni debe ser tolerado.
Los ejemplos abundan, y las sentencias emitidas en los últimos años han sembrado la duda sobre la independencia judicial, y han puesto de manifiesto una preocupante subordinación del aparato judicial a los dogmas imperantes.
Los juicios de Dresde y Bochum: médicos convertidos en chivos expiatorios
Uno de los casos más llamativos es el del juez Jürgen Scheuring, del Tribunal Regional de Dresde, que condenó a la doctora Bianca Witzschel a casi tres años de cárcel. Su «delito» fue expedir certificados supuestamente falsos de exención del uso de mascarillas. Witzschel, de 67 años, fue tratada más como una delincuente común que como una profesional médica que, según sus defensores, trataba de proteger a sus pacientes. La sentencia fue recibida con indignación y pone de manifiesto una tendencia: castigar desproporcionadamente a quienes, en medio del caos sanitario, han sido disidentes de la narrativa oficial.
Este patrón se repite en Bochum, donde el médico Heinrich Habig fue condenado a dos años y diez meses de cárcel por emitir certificados similares. En este caso, la presidenta del tribunal, Petra Breywisch-Lepping, no mostró la menor intención de ser imparcial. Habig, como Witzschel, fue retratado como un enemigo del Estado, en un juicio que estuvo más cerca de un linchamiento público que de una verdadera deliberación sobre la legalidad o moralidad de sus actos. Cuando Habig argumentó que su trabajo como médico es velar por el bienestar de sus pacientes por encima de intereses externos, su discurso fue silenciado y el público aplaudió, para ser inmediatamente reprimido por el juez, que hizo cerrar las puertas de la sala.
¿Dónde queda el estado de derecho?
Estos juicios no son casos aislados, sino que forman parte de una serie de procesos judiciales que han puesto en tela de juicio la legitimidad del sistema judicial en tiempos de crisis. Tal es el caso de Michael Ballweg, fundador del movimiento «Querdenken», que organizó manifestaciones masivas contra las medidas pandémicas, como la del 1 de agosto de 2020, a la que asistí con más de un millón de ciudadanos. En un sorprendente giro de los acontecimientos, a pesar de los cargos, éstos fueron retirados tras casi un año de encarcelamiento, ya que el juez no encontró ningún delito del que se le pudiera acusar. Lo que subyace en este caso es la alarmante facilidad con la que el Estado puede movilizar su aparato represivo contra quienes cuestionan las narrativas oficiales, incluso cuando los cargos son infundados.
La búsqueda de la verdad material
El poder judicial tiene el deber fundamental de determinar la verdad material, investigar más allá de la superficie y no ceder a presiones externas. Sin embargo, especialmente en los casos relacionados con la pandemia, se ha evidenciado el incumplimiento de esta obligación. La presión política ha contaminado los juicios, y en lugar de ser un espacio para la deliberación imparcial, ¿se han convertido los tribunales en una representación donde el veredicto ya está decidido de antemano? En lugar de proteger los derechos y libertades individuales, el sistema judicial ha actuado como una extensión de los intereses del Estado, apoyando medidas que, en muchos casos, carecen de fundamentos científicos claros.
El sistema judicial ha sido brutalmente puesto a prueba durante la era Covid, y en muchos casos, ha fracasado estrepitosamente. Médicos encarcelados, activistas perseguidos y ciudadanos tratados como delincuentes por oponerse a políticas cuestionables no son signos de un Estado de Derecho sano, sino síntomas de un aparato judicial subyugado por el poder político. Mientras se siga ignorando la verdad material y el poder judicial siga funcionando a las órdenes de la clase política, seguiremos viendo más sentencias injustas, más abusos de poder y, lo que es peor, una continua erosión de las libertades que el sistema judicial debe proteger.
La nueva presidenta del Consejo General del Poder Judicial, Isabel Perelló, en la apertura del año judicial, subraya un principio esencial: "ningún poder del Estado puede dar indicaciones" al judicial. Esta afirmación es crucial, especialmente en un contexto donde el equilibrio de poderes se ha puesto en tela de juicio durante la era Covid. Los juicios y sentencias relacionados con las restricciones sanitarias, las exenciones de mascarillas y las vacunas han mostrado cómo la justicia se ha visto empujada a actuar bajo las influencias del ejecutivo y la política, alejándose de su deber de imparcialidad y de tutela judicial efectiva.
Un claro ejemplo de esto es la sentencia 70/2022 del Tribunal Constitucional, que declaró inconstitucional el artículo 10.8 de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa. Este artículo permitía a los tribunales autorizar o ratificar medidas restrictivas de derechos fundamentales impuestas por las autoridades sanitarias. La implicación de los jueces en decisiones administrativas como las restricciones de derechos durante la era Covid rompió el principio de separación de poderes, y desnaturalizó su función.
Al participar en la adopción de medidas restrictivas, los jueces comprometían su capacidad para juzgar posteriormente con imparcialidad los recursos presentados contra dichas restricciones, lo que afectaba a la tutela judicial efectiva. Esta interferencia judicial en el proceso de toma de decisiones administrativas, como la aprobación de encierros o medidas sanitarias, generó un sistema en el que los derechos fundamentales estaban sujetos a la politización y al control de una justicia que no era totalmente independiente.
La decisión de garantizar que los ciudadanos puedan impugnar judicialmente las decisiones del ejecutivo que afecten a sus derechos fundamentales es, en teoría, un bastión necesario para el equilibrio de poderes. Sin embargo, cuando los propios jueces han participado, directa o indirectamente, en la adopción de tales medidas, su imparcialidad se ve irremediablemente comprometida.
Esta declaración de inconstitucionalidad, poco conocida por el gran público, abre también una importante reflexión sobre cómo la justicia, a pesar de los principios que deberían regirla, ha venido sirviendo como instrumento de validación política en lugar de proteger realmente los derechos de los ciudadanos.
Así, al condenar a médicos por certificar exenciones al uso de mascarillas, se puso de manifiesto una brutal desconexión entre el espíritu de la ley y su aplicación. En lugar de proteger los derechos de los ciudadanos, la justicia se ha plegado a las resoluciones del gobierno, ignorando la normativa sanitaria que eximía a determinados pacientes del uso obligatorio de mascarillas. Se ignoró el derecho de los médicos a expedir dichos certificados, basándose en la normativa y en el uso de la telemedicina. Y lo que es más grave: se pisoteó el derecho fundamental de los ciudadanos a ser atendidos en función de sus condiciones de salud, lo que demuestra una clara politización de la justicia.
En este contexto, la advertencia de Isabel Perelló al asumir la presidencia del Consejo General del Poder Judicial adquiere un tono de amarga ironía. Si realmente «ningún poder del Estado puede dar instrucciones» al poder judicial, ¿cómo es posible que las decisiones más fundamentales para los derechos individuales se decidan bajo el yugo de la conveniencia política? Lo que debería ser una balanza equilibrada se ha convertido en un engranaje más de un sistema que castiga la disidencia y aplaude la sumisión. El reto al que nos enfrentamos no es simplemente jurídico, sino moral: el poder judicial debe retomar su papel de garante de la verdad material y de la protección de los derechos humanos sin ceder a las presiones del Ejecutivo ni a los dogmas impuestos por el miedo y la política.
En esta era de propaganda del miedo y de dogmas, la verdadera justicia parece haber quedado confinada a los libros de historia, mientras que la arbitrariedad gobierna los tribunales.
El futuro nos juzgará por nuestros actos, y por la incapacidad de una sociedad para cuestionar lo que se le dijo que no podía cuestionar; “lo incuestionable”. Y el poder judicial, lejos de ser un actor pasivo, tiene la obligación de restablecer el equilibrio. Si no lo hace, si sigue permitiendo que la política dicte las reglas de la verdad, entonces nuestra confianza en la justicia será una ilusión vacía, con un significado vacío de contenido, tan frágil como las promesas incumplidas de los gobiernos durante la era Covid.
Autora: Doctora Natalia Prego Cancelo
Natalia Prego Cancelo es médico, especialista en medicina y cirugía, especialista en medicina familiar y comunitaria, diplomatura universitaria en fitoterapia y nutrición. Fundadora de Médicos por la Verdad.